Muchas veces me imaginé qué habrá sentido la tripulación de las naves de Colón cuando Rodrigo de Triana los despertó a en la madrugada al grito de ¡tierra a la vista! Dicen que tardaron 2 meses y pico en volver a ver algo tan esencial como un poco de tierra firme que no se zarandee con el viento y las olas.
Despunta la clara mañana del 12 de junio y Bruno, nuestro capitán, nos alegra con la noticia al igual que hiciera Triana más de 5 siglos atrás. Después de 40 horas de mar abierto, las indómitas estribaciones del Darién en el oeste nos dan la bienvenida a Centroamérica. ¡Tierra! Sí, ¡tierra! ¡Y un nuevo continente! Me siento un poquito triste porque quiere decir que se acaba la parte más aventurera del viaje pero ándale ¡que vamos a disfrutar de las islas de San Blas!
Afortunadamente la travesía por mar abierto fue muy tranquila. Incluso tuvimos muy poco viento y, salvo unas horas que nos acompañó y fuimos realmente rápido, casi a 7 nudos (14 km/h), el resto fue con ayudita del motor. Nada mal para una primera experiencia en una cascarita de nuez en la mar.
Desayunamos en la bañera del velero y, de a poquito, las montañas del Darién dejan de ser una línea gris y se hacen más grandes y nítidas. A media mañana vemos unos puntos en el horizonte, y hacia ellos vamos. Son los primeros cayos de las islas de San Blas, en donde fondearemos la embarcación. Seguimos acercándonos despacito, y de los puntos empiezan a crecer palmeras, y nos quedamos con la boca abierta, incrédulos ante la belleza que tenemos frente a nuestros ojos.
Antes de poner pie en tierra debemos sortear el último obstáculo en nuestro camino: el arrecife de coral que protege el archipiélago. Nuestro capitán se pone los anteojos polarizados para esquivarlo cuidadosamente y finalmente fondeamos entre 3 islotes de fantasía. Terminada la maniobra y, a pesar de que hay casi 10 metros de profundidad, podemos ver el fondo. A 200 metros del barco tenemos una pequeña isla de no más de 20 metros de radio y toda cubierta de palmeras. Más allá otras dos islitas parecidas, y nuestro barco en el medio de las tres. Nos tiramos al agua tibia y, de a poco, llegamos nadando a la playa virgen de la isla desierta. Nunca había llegado nadando a una isla (menos desierta) y la sensación es increíble. El mar es una pileta y es un placer cómo uno va viendo el fondo bien lejos y de a poquito va subiendo hasta que finalmente se puede hacer pie.
Contrario a la creencia popular, el paraíso no está en el cielo sino en la tierra y tiene por nombre San Blas o, en idioma nativo, Kuna Yala. Por si quiere apuntarlas, estas son sus coordenadas: 9° 31' 60 N, 78° 39' 0 O.
¿Acaso nunca soñó con pasar unos días en una isla paradisíaca? Buenas noticias: ahora puede elegir entre más de 300 islas del archipiélago de San Blas. Varían en tamaño, cantidad de población y distancia pero en todas el agua turquesa y tibia, las arenas blancas y las palmeras cocoteras son una constante. Hasta hay muchas islas e islitas completamente desiertas.
La mayoría tienen aguas súper tranquilas pues están protegidas por barreras de coral exteriores que impiden que las corrientes y las olas interrumpan nuestro goce perfecto del paraíso. Puede caminar por la playa juntando caracoles o vadear en las aguas bajas en busca de estrellas de mar. También es un lugar ideal para hacer snorkel y descubrir el maravilloso mundo submarino que existe a tan solo centímetros de la superficie. Asimismo, puede ir nadando de una isla a otra para tratar de decidir cuál es la más bonita (menuda tarea si las hay) o, simplemente, puede descansar en alguna hamaca mientras se refresca bebiendo agua de pipa (agua de coco).
Y si resulta que tiene la mala suerte de que al lado suyo se fondea otro velero y no tiene ganas de hacer sociales, simplemente es cuestión de levantar el ancla y buscar otra isla para Ud. solito.
No conozco las Antillas ni los famosos destinos turísticos del Caribe como Isla Margarita, Punta Cana, Cuba o Bahamas pero, sin lugar a dudas, San Blas no tiene nada que envidiarles. El paisaje es bellísimo y, por suerte, aún conserva su cultura indígena y no está contaminado por los vicios del turismo masivo (no hay McDonalds ni Hiltons).
En eso estamos pellizcándonos para ver si despertamos cuando apoyo mi mano en la arena cerca de la orilla y, de repente, algo me pellizca el dedo para bajarme a la realidad. Para ser exactos, se trata más bien de un pinchazo e inmediatamente empieza a salirme sangre. ¡Uf qué será! El dedo se me pone un poquito negro y empiezo a recordar todos los programas del Discovery Channel que muestran los bichos más venenosos del mundo. ¡Y yo acá, tan lejos de la civilización! Por suerte, la cosa no pasa a mayores y no tenemos que recurrir a ninguna avioneta de última hora o rituales kunas para sanarlo.
Para culminar el día, vamos hasta el arrecife con el snorkel y el arpón que nos presta Bruno. Nuestra intención es cazar langostas para la cena pero, evidentemente, no somos muy habilidosos con estos aparatos submarinos y volvemos con las manos vacías aunque maravillados por todos los bichos raros que se nos cruzan en el camino. ¡La langosta quedará para la próxima! Por ahora, nos contentamos con el ceviche de albacora (Thunnus Alalunga) que pescó Bruno.