Con los papeles ya hechos y con un poquito de tristeza, partimos bien temprano rumbo a la isla de Cartí, centro de toda la población del distrito y última escala de nuestro recorrido marítimo. De lejos, la isla parece bien bien fea, y contrasta con todo el paraíso que la rodea. A pesar de tener muchas islas, da la impresión de que todo el mundo se empeña en vivir en la misma, igualito que en capital, y entonces hay casas de chapas por todos lados, incluso hasta donde comienza el agua.
Por aquí pululan los kunas en sus canoas hechas directamente de troncos. Es un verdadero placer verlos manejar sus a priori frágiles cayuquitos y la velocidad que toman. Aquí es fácil encontrar un velero asediado por 4 o 5 de ellos en un intento por venderles a los visitantes sus tan preciadas artesanías en tela (las molas) y el fruto de sus largas horas en el mar: las exclusivísimas langostas, a precios irrisorios. Tampoco faltan los kunas más modernos que se acercan a preguntar si alguien tiene o desea mumuti (término kuna para la marihuana). Así sencillos como se los ve, resulta que estos hombrecitos andan un tanto desesperados pues en los últimos días hay una escasez generalizada de la bendita hierba. De nada les sirven los kilos y kilos de cocaína que encuentran flotando en el mar. No hay marihuana por ningún lado. En las caras se les adivina el pensamiento: si tan solo alguna barcaza de las que transporta drogas ilícitamente por estas aguas decidiera desprenderse de un par de ladrillos de maría en lugar del nefasto polvo blanco.
Los días que pasamos en el mar fueron maravillosos pero mi cuerpo ya pide volver a tierra firme. Finalmente, llega el momento de la despedida. A pesar de ser 10 personas de distintos rincones del planeta en tan pequeño barquito (la mayoría mujeres), siento que nos llevamos bien y que los voy a extrañar. Con las chicas de Alaska Maggie y Charity y la israelí Michal nos vamos en una lancha que pasa a buscarnos por el barco y de ahí enfilamos para el continente. La parejita de españoles y la artesana colombiana se quedan a bordo pues van a regresar a la isla Chichimé para disfrutar de unos días más en el paraíso. Rápidamente dejamos el océano y empezamos a remontar un río angosto en medio de la selva, hasta que finalmente llegamos al “embarcadero”, nada más que un punto en la orilla lodosa sin ningún muelle, escalera ni nada de nada. Sin embargo, aquí los kunas ya están más avivados (¿será la proximidad con la ciudad?) e intentan cobrarle al turista desprevenido una tasa en concepto de “uso de puerto”. Así logran convencer a un buen número de viajeros de que se despojen de un dólar cada uno por haber desembarcado allí. Algunos intentan resistirse pues se dan cuenta del timo pero no logran zafarse. Nosotros, sin saber bien porqué, nos salvamos. ¿Serán que nos habrán visto cara de sudacas? Allí también hay un puestito de venta de bebidas frías (menos mal) donde nos enteramos de los últimos resultados del mundial y esperamos bajo un sol abrasador a que vinieran a buscarnos nuestros “jeeps”.
Por fin llega nuestra camioneta: una impecable Toyota Prado último modelo. ¿Acá serán todos los autos así, che? Subimos, tapizado de cuero, apliques en madera de nogal, aire acondicionado que sale por todos lados y con controles individuales para cada pasajero. ¡Me siento el Sha de Persia! El chofer, Junier, buena onda, me dice: ahora voy a poner algo de Argentina. Y ahí están los Cadillacs. ¡A disfrutar del camino!
La selva es espesa y, como tantas otras veces en este viaje, me siento adentro de un documental. Junier me cuenta que antes vio un jaguar cruzando la ruta. La están pavimentando pero aun sí es bien complicada. Hay partes en que las pendientes son empinadísimas, casi imposibles para un automóvil común. Pero la Toyota no da señales de inmutarse. A pocos kilómetros de partir tenemos que cruzar un río, pues todavía no terminaron el puente. Lo que sería este camino antes de que lo arreglen… ¡Digno del Camel Trophy!
Dos horas más tarde llegamos al pavimento en Chepo y acá se acaba la diversión. Después de 5 días de navegar, es rara la sensación de estar nuevamente en tierra firme, con caminos pavimentados y “civilización” (léase: supermercados, bares, bancos, etc., etc.). Nuestros cuerpos aún no se acostumbran. Si nos quedamos parados, todavía sentimos como si nos estuviéramos meciendo sobre las olas. En una hora y pico más ya estamos en Ciudad de Panamá. La aventura va terminando. Luego de atravesar el moderno distrito financiero con sus rascacielos dignos de Miami y sus locales de Pizza Hut, nuestro chofer nos deja en el poco agraciado y medio derruido Casco Viejo. La primera impresión no es buena. Me siento como si estuviera en Constitución. Pero ya estamos acá así que ¡a ducharse y salir a recorrer la ciudad!
No hay comentarios:
Publicar un comentario